La crisis no vino del cielo sino de la terrestre imprevisión de gobernantes. Hay que corregir conductas de productores y ciudadanos.
Por Raúl Montenegro - Biólogo, presidente de Funam - raulmontenegro@flash.com.ar
Mientras los desmontes continúan en Córdoba y la resistencia ambiental a las sequías y las inundaciones alcanza su nivel histórico más bajo, el gobernador Juan Schiaretti prefirió improvisar una solución faraónica: traer agua del Paraná. Olvidó que la solución está mucho más cerca: en las sierras de Córdoba.
La actual sequía no fue históricamente la más grave que sufrió Córdoba. Pero nos encontró en la peor situación ambiental y social. Estamos desnudos de vegetación y de políticas hídricas. Por décadas, gobiernos y ciudadanos descuidamos los 430 kilómetros de sierras –el Macizo Antiguo–, donde se forma la mayor parte de los ríos y del agua subterránea que utilizamos.
Durante miles de años, las sierras estuvieron cubiertas por bosques de coco y molle, matorrales y pastizales de altura. En el verano, esa vegetación nativa amortigua las gotas de lluvia, retiene el suelo y facilita la infiltración de agua. Los suelos y el interior de las montañas actúan como una esponja bastante rígida –donde el agua fluye de modo más lento que en superficie–, a través de caminos invisibles y muy complejos. La “caja de ahorro” serrana es el resultado de la pluviosidad de veranos sucesivos, no sólo del último.
Lamentablemente, los desmontes, los incendios reiterados, el avance de la frontera agrícola y los loteos han dañado nuestra fábrica serrana de agua. Hay menor flujo y acumulación de agua “dentro” del Macizo Antiguo y las vertientes aportan menos caudal o se secan en forma prematura. Al deteriorarse la fábrica serrana, cada vez más agua circula por la superficie en lugar de infiltrar. La falta de vegetación disminuye la retención de suelo y humedad, y aumenta la evaporación.
Fuera de las sierras, el panorama también es desolador. Se desmontaron los bosques chaqueños y del espinal, y se erradicaron los pastizales pampeanos del sudeste. De los 12 millones de hectáreas que tenían los bosques nativos, apenas quedan con su estructura original menos de 600 mil (cinco por ciento). De los tres ecosistemas que tenía la provincia, el Espinal y el Pampeano ya desaparecieron como sistemas extensos.
Los cultivos industriales que reemplazaron a los bosques y pastizales actúan, además, como verdaderas “bombas expulsoras” de agua. Para producir un kilogramo de porotos de soja, por ejemplo, las plantas utilizan unos 1.400 litros de agua. Cuando la lluvia y el contenido de agua del suelo no son suficientes, se extrae agua subterránea y se riega.
Las cuatro cuencas de agua subterránea ligadas con las sierras sufren distinto grado de sobreexplotación y, además, se las contamina con plaguicidas, líquidos cloacales y residuos industriales.
Finalmente, están los asentamientos humanos con patrones individuales de consumo cada vez más elevados, y las crecientes demandas comerciales, industriales y mineras de agua dulce.
Ideas confusas.
El problema no es la sequía, ni las futuras inundaciones que inexorablemente ocurrirán, sino un Estado provincial con ideas confusas e improvisación, y un Estado federal ausente. No perciben que tenemos la más baja resistencia ambiental y social de la historia para enfrentar la falta de lluvias, y también las lluvias excesivas. No hay provincia estable si no se equilibran las superficies destinadas a ambiente nativo y producción agrícola y no se protegen las fábricas de agua y suelo de las serranías.
Bosque y producción deben coexistir, lado a lado, con superficies equivalentes. Pero las medidas de Gobierno parecen marchar a contramano de lo que se necesita.
Para tener más resistencia ambiental y social a las sequías y las inundaciones, hace falta un programa elaborado por distintos actores sociales, pues los gobiernos de la Provincia y la Nación mostraron incapacidad para realizarlo.
Necesitamos declarar a las sierras como fábricas de agua y suelo y protegerlas en serio, prohibir el desmonte, conservar los ambientes nativos que hoy existen, recuperar los bosques degradados, terminar con la expulsión de campesinos y limitar regionalmente la superficie de campo dedicada a soja y otros cultivos industriales.
Urge un programa que conozca y monitoree la disponibilidad de agua superficial y subterránea; que proteja los embalses de la colmatación y las floraciones de bacterias tóxicas; que instale patrones individuales de ahorro; que promueva tecnologías de tratamiento de líquidos cloacales e industriales; que generalice tecnologías de ahorro como los inodoros de doble posición y los perlizadores; que reutilice las aguas de lavado; que disminuya los consumos abusivos y aumente los muy bajos, y que recicle el agua.
En un país semiárido, no podemos permitir que los megacultivos de soja y las mineras consuman tanta agua como ciudades enteras, que las canillas sigan divorciadas de las cuencas hídricas y que se culpe de todos los males a la sequía o las inundaciones. La crisis no vino del cielo sino de la terrestre imprevisión de los gobernantes.